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El bibliófilo

Hoy por la mañana, en una de mis habituales caminatas por el ya de por si caótica Centro Histórico de la Ciudad de México lo vi de nuevo. Al contemplarlo cualquiera diría que se trata de uno de tantos andantes solitarios que deambulan melancólicos por la Alameda; sin embargo su andar arrítmico -a veces a prisa, a veces despacio-, notable en sus tenis Panam ya gastados, sus pantalones de diario, su figura de un joven de no más de 30 años pero con un rostro que asoma el desgaste de la vida cotidiana. Su meditar perdido en la letra de las canciones que escucha a través de su reproductor Mp3, una barba uniforme, curiosa, ya pintando algunas canas y sus ojos, unos ojos que reflejan la extraña conciliación entre desdén y el amor por la soledad. 


Ese joven (me es difícil denominarlo de otro modo) como dije, podría pasar desapercibido entre la multitud de diario de no ser porque siempre que lo veo lleva entre sus brazos una notable cantidad de libros, los que aferra (quizás con molestia) a su ser para que no se caigan. 


No sé que clase de curiosidad me motivó a seguir sus huellas un día. 


Su rutina es absurda: sale del metro (si es que no ha caminado por otro rumbo) en camino hacia la Plaza de la Constitución por la Alameda central. En su camino su mirada se pierde en el punto céntrico que convergen los templos de San Juan de Dios y la Santa Cruz. A ratos observa, medita por minutos (no sé si observa piedra por piedra) buscando algo, hasta que de pronto su cabeza se levanta hacía el cielo y su rostro se ilumina con el brillo del tezontle. Su andar continúa. Se detiene en la parada del Eje central, piensa que calle tomar, si acaso la atestada de sudor y carne en Madero o si por Tacuba, un poco menos congestionada de personas. Opta por la segunda. Camina, ve la venta en los puestos de periódicos, contempla los cómics, las revistas de chistes y con cierto recelo las revistas de desnudos femeninos ¿Qué pensará? Quizás que su dinero no era, por lo menos el día de hoy, para deleitar su pupila con la desnudez de la artista en cuestión. Toma la revista Condorito con una sonrisa que se le dibuja de oreja a oreja como suponiendo que el contenido, en efecto, le hará despelotarse. Continúa su camino, da vuelta y sigue por Isabel la católica observando los edificios antiguos de la ciudad, esa vieja ciudad de piedra cuya voz ha sido -literalmente- petrificada. Da vuelta para entrar en Donceles, y ahí en esa calle una a una visita las librerías de viejo que abundan por ahí. 


Me limito a esperar, minutos a veces, horas en ocasiones. Lo cierto es que el tiempo pasado el sujeto en cuestión sale cargado de libros. Sin bolsas ni mochilas, no hay nada que le ayude a llevar ese monstruoso fardo de papel y tinta que lleva firme en su pecho. Y así su andar no varía (a veces). Como siguiendo sus huellas (entre tantas de la ciudad) prosigue su destino, caminando, sonriendo a veces, en otras callado. 


Cierta mañana, motivado por la molestia que me causa la insensatez de mi prójimo, observando que nueva cuenta "el joven" caminaba con prisa, con sus libros al pecho decidí detenerlo y a regañadientes le dije:


-¿Es qué  acaso no te cansas? ¿Por qué no pones en bolsas esos libros viejos? ¿Acaso no sería más cómodo para ti?


Carlos Mejía

El muchacho, sin sentirse ofendido (en esta ciudad todo mundo se ofende) tomó con más firmeza sus libros, me miró con detenimiento y sonriendo me dijo: 


-Llevo mis libros en el pecho para sentirlos cerca de mi corazón.



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