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Sobre Edward Albee y tres libros de Tario

Y resulta que la roomie se puso creativa, un fenómeno llamado Anahí la inspiró, y decidió que el día de hoy comeríamos enfrijoladas; por fortuna no serán de tofu (no sé qué invento chino sea el tofu, pero después de lo que pasó con los murciélagos no se me antoja saber nada de inventos chinos) (¡Pinches chinos!), así que, me tocó deshebrar el pollo y me siento como si me hubieran mandado a las mazmorras a pelar patatas. 
     Mientras desmenuzo unas pechugas gigantescas (que más bien parecen pechugas de rinoceronte), una pequeña pregunta se me trepó por el tobillo y continuó ascendiendo por mi regordeta humanidad, hasta que fue a parar a mi oído; después de un rato, la pequeña pregunta emitió un ligero murmullo: ¿y ahora qué chingados vas a escribir para el blog, cabroncito? ¡En la madre!, exclamó el cabroncito, ¿qué chingados voy a escribir?
     Justo en esas estaba cuando recordé algo de mayor importancia: se me acabó el desodorante (¡Pinche desodorante!), pero, la roomie es muy precavida, su casa parece tienda de abarrotes y tiene de todo (tres escobas distintas para barrer tres superficies distintas; cuatro tipos de aceite: aceite de oliva, aceite para cocinar, aceite con especias y estoy seguro que también tiene aceite para motor; cinco clases de jabón; diez mil cuchillos, en fin, tiene de todo) así que, no le he preguntado, pero sospecho que en la despensa debe tener unas cien marcas de desodorante, sólo que no creo que haya desodorante para hombre, por lo tanto, supongo que el día que abandone este encierro (si es que eso llega a suceder) saldré de aquí oliendo a mum bolita mágica.
     El caso es que el cabroncito terminó con el pollo y llegó el turno de ponerle en su madre a la temible cebolla. Mientras picaba la cebolla, para preparar las enfrijoladas, comencé llorar. Lo único bueno fue que con el llanto dejé de lado las pequeñas preguntas y encontré algo, en los nebulosos pasillos de la memoria, que había olvidado y que necesitaba escribir.
     Verán: hace mucho tomé unas clases de teatro, más bien eran clases de dramaturgia (no me imagino de actor y haciéndole al Brad Pitt, ni de broma). La maestra era una muy mala dramaturga, pero muy buena maestra y una porquería de persona; el asunto es que un día llegó muy puntal a dar la clase y nos repartió unas copias fotostáticas, se trataba de una obra del gran Edward Albee, recuerdo que me gustó, pero no recuerdo que me hubiera gustado tanto. Era un montaje de cuatro personajes, el cual leímos en grupo; es decir, la inmamable maestra, seleccionó a cuatro alumnos quienes comenzaron a leer, mientras los demás escuchábamos y seguíamos el guion con nuestra respectiva copia. Fue algo que nunca había hecho y la sensación me dejó impresionado. Era como haber asistido al teatro y ver la obra sin verla. Le llaman lectura dramática (creo).
     Pasó el tiempo y después de dos semestres un compañero seguía obsesionado con la obra, se llamaba: Marina (la obra, no mi compañero). Me dijo que había buscado el libro por todo el continente y no había tenido éxito, así que, viendo su angustia, me sentí bien chingón y decidí buscarle el texto de Edward Albee. 
     De lo primero que me enteré fue que la publicación la había hecho una pequeña editorial, no tenían presupuesto y la primera y única edición estaba agotada. Por lo que tuve que recurrir a cuanta librería de viejo se me cruzó por el camino. 
     Cierto día, y más bien buscando unos libros de Tario, llegué a un lugar donde me atendió un sujeto bastante agradable; me dijo que en ese sitio no tenían nada de Francisco Tario, pero me dio el teléfono de su hermano y me comentó que sería probable que él pudiera tener alguno.
     Así que, llamé al misterioso individuo y nos quedamos de ver en una cafetería. Me llevó algunos libros, no recuerdo muy bien los títulos, sólo recuerdo que le compré uno o dos porque eran bastante raros. 
     En aquella ocasión, estábamos por el sur y los dos teníamos que dirigirnos al centro de la ciudad, así que, concluimos nuestro negocio (muy pinches negociantes) y nos fuimos juntos. En el camino le pregunté por el libro de teatro que mi compañero tanto había buscado. Para mi sorpresa me respondió que él lo tenía. En ese momento pensé: “seguro este brother me está viendo cara de nixtamal y esto se trata de una sucia jugarreta para orillarme a ir a su librería y ver qué más puede encajarme”. Decidí seguirle el juego y lo acompañé a su local; después de unos minutos llegamos, abrió las pequeñas puertas de su negocio y en menos de veinte segundos sucedieron dos cosas: a) puse la mejor cara de imbécil que tenía a la mano y b) me entregó el libro. El texto se llama Teatro norteamericano contemporáneo.
     Ese día pasé de la emoción, al remordimiento y luego al gozo en tan sólo 7.4 segundos, pues me alegré por mi compañero de clases, al fin le había conseguido su libro, pero enseguida dudé si no sería mejor quedármelo y, la verdad, eso fue lo que hice, porque me enteré que Edward Albee ganó el premio Pulitzer (que es como un Nobel en el periodismo) con esa obra y también había escrito La historia del zoológico ¿Quién teme a Virginia Woolf?, entre muchas obras más. 
     Por fortuna, tan sólo unas semanas después, en una feria de libros, conseguí otro ejemplar y esta vez sí fue a parar al librero de mi compañero de clases (al César lo que es del César).
     Pero si piensan que la historia acabó aquí se equivocan. Al día siguiente de haber conocido al misterioso individuo, me llamó y me dijo que tenía varios libros de Tario y, esta vez pensé: “favor de no mamar, eso no puede ser posible”. Llevaba chingos de tiempo buscándolos. Me dirigí de nuevo a su pequeña librería y puso en mis manos tres primeras ediciones, se trataba de: Tapioca inn. Mansión para fantasmas, Aquí abajo y La noche. Yo no lo podía creer. Eso era un absurdo. De nuevo sólo había dos posibilidades: a) o yo era un pendejo que no sabía buscar ni madres o b) el misterioso individuo tenía una imprenta y se dedicaba a falsificar libros antiguos. 
     El caso es que pasó el tiempo y seguí visitando la pequeña librería con frecuencia para comprar algunos libros y gracias a todo este desmadrito, me encuentro escribiendo estas líneas, pues ahora, el misterioso individuo y yo, somos muy buenos amigos y me invitó a escribir en este blog.
     Jamás olvidaré que un día me vendió un libro de Fernando Pessoa, era una antología de poemas y… ¡no tenía Tabaquería!, eso es imperdonable, una antología de Pessoa sin Tabaquería es como un Sancho sin Quijote o como un taco de suadero sin cilantro.
     En fin que, les dejo aquí los primeros versos del referido poema: 

No soy nada
Nunca seré nada
No puedo querer ser nada
Aparte de esto, llevo en mí todos los sueños del mundo…

     Para finalizar les diré que ni mi amigo ni yo nos dimos cuenta, pero el libro de Edward Albee tenía el autógrafo del escritor y, en teoría, ese detalle genera que el libro tenga un mayor valor. Por otra parte, volví a leer la obra, me gustó mucho y, por si tenían la duda, les comento que, a pesar del llanto por picar la cebolla (¡Pinche cebolla!) y las pequeñas preguntas, las enfrijoladas quedaron bien de pocamadres. Así pues:

     Descansen y, por favor, no olviden soñar.

gabriel duarte
abril xx-xx

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