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Primera edición, 1955


Siempre he sentido un gran gusto por visitar tianguis, ventas de garage, bazares, librerías de segunda mano y mercados de pulgas. Aparte de libros, soy un consumado coleccionista  de “chácharas”. Me gusta encontrar juguetes, discos, películas e inclusive elementos de decoración para mi casa que después de una concienzuda limpieza, pasa a formar parte de mi vista diaria.
Aunque pensándolo bien, quizás el término que me identifica más es el de “lo compraré porque me gustó, y seguramente en un futuro lo usaré” aunque no siempre ha sido el caso, por supuesto. 
En la Ciudad de México, donde he vivido toda mi vida, los tianguis son un elemento importante de la calle.
Hay uno en particular muy cercano a la casa de mi madre, en la delegación Iztapalapa. No muy conocido, ni concurrido, aunque abarca varias calles si lo decides recorrer de principio a fin. Lo que más encontrarás son puestos de fruta y verdura, carnes y lácteos, en donde la mayoría de las personas que lo visitan, jefes y madres de familia, buscan surtir la despensa para la próxima semana; básicamente, un lugar hecho para las personas de la colonia.
Yo generalmente iba a “chacharear” el día domingo y eso fue lo que hice.

A pesar de mi gusto por visitar estos lugares, no sigo la máxima de llegar temprano para ser el primero que tenga la oportunidad de escoger. Mientras que hay personas que a las 6 de la mañana están esperando las novedades, ese domingo eran cerca de las 3 de la tarde cuando salí de casa y me enfile hacia los puestos, en una caminata que no me llevó más de 10 minutos.

Justo a la mitad del transitado centro comercial ambulante encontrarás dos calles cerradas a tu mano izquierda, que desde que tengo memoria, son los lugares que los administradores han optado para que los chachareros coloquen sus productos. Los mejores lugares, siempre han sido los que conectan con la calle principal. 

Ese día, sentí que corría con suerte. Justo al entrar, en el primer puesto, vislumbre una gran pila de papel. Me acerqué. Había algunos tomos sueltos de la Nueva Enciclopedia Temática empastados en azul, justo al lado de revistas TVNotas de hace algunos meses, agendas telefónicas usadas y dos huacales con libros sueltos. Me dispuse a revisar que encontraría. Mi suerte no me decepcionó ya que unos ejemplares bastante bien conservados de “Las batallas en el desierto”. “Aura”, “La Tregua” y una novelita de Somerset Maugham (creo que era “El filo de la navaja”) se irían conmigo a casa. La expedición había bien valido la pena.

-¡Joven!- Me dijo la vendedora, que conocía yo de vista de muchas ocasiones- En ese costal tengo más libros, no los saqué todos porque no caben. 
Acto seguido, antes de que yo pudiera contestar, se acercó y volcó a mis pies un costal que desparramó más libros, algunas revistas Selecciones y ¡sorpresa! otro ejemplar de “Las batallas en el desierto”.
-¡Gracias!- Fue mi respuesta mientras veía las nuevas novedades. Mis manos alcanzaron un pequeño volumen empastado en un vivo color naranja, editado por el Fondo de Cultura Económica, que no era la siempre presente edición popular en rústica. “Pedro Páramo” de Juan Rulfo. Por un momento, pensé “Si es la primera edición, me voy a rayar”. Ese día me rayé. Con manos ya un poco temblorosas, en ese momento sólo estábamos dentro de ese bullicio, ese pequeño ejemplar y yo. Lo abrí, y las letras impresas decían de manera clara y contundente “Primera edición, 1955”.
Por un momento me quedé frío. Estas cosas, no se dan todos los días. Mientras conservaba el libro en mi mano izquierda, seguía hurgando para encontrar otro ejemplar o la camisa que le hacía falta. Por supuesto, mi suerte estaba echada y lo que a mí me correspondía, ya me había sido dado.
Aún no lo podía creer. ¿Cuánto dinero traía conmigo? Rebusqué en mi bolsillo y un billete de $100 asomo en mi mano. ¿Cuál sería el precio por ese libro encontrado en el suelo? ¿Ella sabría lo que era? ¿Era un libro más? En esos momentos mi mente jugaba conmigo. 

-¡Señora!- Dije, mientras me acercaba a ella, intentando mostrarme sereno y tranquilo. Encontré dos más, ¿cuánto le debo?

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Llegué a mi casa. En el trayecto no solté el ejemplar de mi mano, rodeado por la obra maestra breve de José Emilio Pacheco. ¿De quién era? Ninguna anotación que me lo dijera. ¿Cómo había llegado a este tianguis en particular? Seguramente como toda la mercancía allí exhibida; por medio de compras en casas particulares, alguna donación o cambio, o bien recogido de algún centro de reciclaje a punto de ser destruido, no lo sé con exactitud. ¿Cuánto pagué por el ejemplar? Recibí $40 de cambio de manos de la vendedora. 

Aún hoy, es una historia interesante para contar. 


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